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Letras al inicio de semana
Cuando era niño solía mirar, desde el ventanal de la casa que alquilaban mis viejos, cuántos y cuándo pasaban los vehículos con dirección al norte y al sur de mi ciudad-puerto. Solía, cuando se detenían por obra del semáforo, fijarme en sus colores, el tamaño y hasta la marca, mientras jugaba en el descanso del ventanal con mis inseparables sedan rojo o un jeep militar del mismo color, ambos de plástico. Para mí, en ese entonces (6 años quizá), era una experiencia memorable, tanto que aún esas primeras y frescas impresiones del mundo siguen presentes, pese al tiempo que ha pasado.
Me asombra recordar cómo entonces la vida transcurría. Las horas sin obligaciones se deslizaban perezosas, dándome la impresión que estas dependían de mi estado de ánimo o tal vez del apuro de mi madre por darme de comer.
Yo era dueño de las horas... los días dependían de mí.
El niño crecía y se volvía un jovencito, pero las horas y los días empezaron a rebelársele. Ya no le obedecían como antes, ahora parecían pensar por sí mismas y tener su propia agenda; sin embargo, al hombrecito no le importaba, porque en realidad, no le importaban ellas.
Su mundo era un mundo joven y entusiasta, lleno de oportunidades y aventuras por explorar. La vida se le mostraba como una adolescente que le extendía su mano para que se la tome y corra con ella... y él, engreído, se la tomaba y jugaba a su enamorado, mientras conocía nuevos amaneceres bajo un cielo bien claro y estrellado...
El niño crecía por fuera pero seguía siendo niño, aunque no se daba cuenta.
Y aquel cuyo primer recuerdo fue mirar los autos pasar, fue desarrollándose más y más, haciéndose más alto, más fuerte, más inquieto y soñador. Las horas y los días, que al principio fueron sus aliadas, ya corrían libres, desvergonzadas, dueñas claras de su propósito... ¡Ah, esas perversas! Nunca le dijeron cuáles eran sus planes.
Murió papá, el niño/hombre se enamoró, y luego contrajo matrimonio... ¡Bien por el niño, otra aventura! Mas no entendía que esta era otra etapa de su vida.
El niño/hombre se volvió padre, y con ello empezó a envejecer -o mejor dicho, recién se dio cuenta- y desde entonces no ha dejado de preocuparse porque los días y las horas, antes aliadas, se volvieron sus enemigas.
El hombre que fue niño ahora es esclavo de su vida, que además, como una especie de cruel burla, le borró todo atisbo de ilusiones -¡pragmatismo, pragmatismo!- y toda escena cargada de color... Y por si fuera poco, como si fuese un canal de tv con poco presupuesto, le programa cada cierto tiempo la misma aburrida y miserable película.
El hombre no sabe qué carajo hacer ni qué otra cosa puede mirar, metido como está en un país cada vez más triste y con gobiernos de a mierda... Y para colmo, ¡los días y las horas hoy son sus carceleras! Sí que resultó terrible ese par...
Y así vive... y así quizá seguirá viviendo... sin rumbo, sin ilusiones...
Sin nada.
¡Dios, dónde estás! El niño quiere, pero el hombre no puede... no sabe... no...
El niño ahora intuye que sólo puede mirar, mas no hacer.
De eso se ocupa el hombre (¿Se "ocupa", dije?)
¡Pobrecillo el hombre! Mientras más envejece, más niño se hace.
El niño que mira hoy a través del hombre sabe que ya no importa contar los autos, ni su número, ni dirección...
El niño que mira a través del hombre quiere regresar a los días en que alzaba su cabecita para contar, sin la sombra de la muerte -que ya le sigue-, las luminosas estrellas.
¿Podrá...?